Nunca antes hemos sido tan necesitados de la amistad, más, sin embargo, quizás nunca antes ha sido la amistad tan desatendida. Mucho antes de la llegada de Jesucristo al mundo como el Amor de Dios hecho visible (cf. 1 Jn 4,9), los antiguos ya estaban convencidos de que la amistad tenía un puesto único e insustituible entre los cuatro amores. Aristóteles, de hecho, declaró que sin amistad nadie desearía vivir.[1] En los libros sapienciales del Antiguo Testamento, el autor del libro de Eclesiástico reflexionó sobre la gran riqueza que es el don de la amistad, afirmando que "El amigo fiel es seguro refugio, el que le encuentra, ha encontrado un tesoro." (Eclesiástico, 6,14). Para cuando llegó Cristo, la comunidad humana, desgarrada por las divisiones causadas por el primer “no” que le dieron Adán y Eva a Dios, y subsecuentemente cada vez que le hemos dado la espalda al Padre, dudó de la universalidad de la amistad humana y negó hasta la posibilidad de la amistad divina. Cuando Jesús aseguró a sus apóstoles de que ya no eran siervos sino amigos, introdujo una novedad radical con la posibilidad del amor que requiere ser proclamado y experimentada por cada generación con todo su poder transformante para la amistad humana y divina.
The rest of this online article is available for current Guild members.
This article is from The Catechetical Review (Online Edition ISSN 2379-6324) and may be copied for catechetical purposes only. It may not be reprinted in another published work without the permission of The Catechetical Review by contacting [email protected]