Desde hace ya varios años, he estado reflexionando sobre una experiencia que compartimos en comunión con muchos catequistas en relación a la enseñanza de las parábolas. Es un dato relevante, que cuando escuchamos muchas de las parábolas que se proclaman o se leen por sí solas, experimentamos una reacción negativa hacia ellas. De igual modo, cuando predicamos o enseñamos sobre las parábolas, nos damos cuenta que nuestros interlocutores tienen esa misma reacción.
Pensemos un momento en las reacciones típicas a la parábola del hombre sin el traje de bodas, o aquella en la que los jornaleros recibieron el mismo salario por una hora de trabajo que los que soportaron todo el calor del día. Luego está la del Hijo Pródigo– nuestra simpatía es para el hermano mayor.
Algunas de las parábolas no evocan este tipo de reacción negativa. Sin embargo, hay un problema diferente: porque sólo vemos el mensaje moral de la parábola y no vemos el mensaje evangélico, no hay ninguna reacción – ¡no hay, por lo menos, un ardor en nuestros corazones cuando las parábolas se explican!
Parte del objetivo de esta serie explicativa sobre las parábolas ha sido el de revelar el mensaje evangélico – a veces algo escondido – por ejemplo, en las parábolas del Buen samaritano, del Fariseo y el publicano, la Perla de gran valor, y así sucesivamente.
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