Los evangelistas nos dicen que tras su Resurrección, Jesús abrió las mentes de los discípulos para que pudieran comprender la Sagrada Escritura – en otras palabras, el Antiguo Testamento – poniendo en evidencia cómo todo el Antiguo Testamento hablaba de Él mismo. También se hizo más y más patente a la Iglesia primitiva que Cristo había establecido una identidad entre sus seguidores y sí mismo.
Como consecuencia, la Iglesia comprendió que este abrir de sus mentes también abarca la capacidad de ver al Antiguo Testamento como la revelación de la Iglesia, ya que ahora Cristo no es simplemente un personaje histórico, sino que es el totus Christus – el Cristo cabal; Cristo y su Cuerpo, la Iglesia. Además, la Iglesia primitiva también reconocía que la realidad de Cristo, la Cabeza y sus miembros, es en sí una imagen de la realidad celestial última que será completa solo después de la segunda venida. La identidad de Cristo y la Iglesia en la Tierra es prefigura del totus Christus en el Cielo.
Es conveniente, entonces, analizar una parábola que expresa la realidad del totus Christus y que nos invita a reflexionar sobre nuestra vida en la Iglesia como una preparación y prefigure de la vida en el Cielo en la cual nuestra transformación en la semejanza de Cristo tendrá su plenitud.
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